Todo allí es bonito, la decoración, la vajilla, los menús, los uniformes, la lencería, las intenciones, la presentación de los platos, incluso el nombre del restaurante es bonito: "Mathilda", pero por desgracia la estética es lo único que salvaría porque las dos veces que he tenido la mala fortuna de caer allí han sido desastrosas.
La primera vez que acudí a Mathilda fue a los pocos días de su inauguración, justo después de que ocupara el espacio, o el agujero…, que dejó Candela en esa esquina. En aquella ocasión se sirvió un menú cerrado a base de varios platos de degustación. El resultado fue tan espantoso, el servicio tan malo, los platos pésimos y las esperas entre ellos tan largas que ni siquiera me atreví a criticarlo públicamente teniendo en cuenta que estaban en los inicios, y que si estos siempre son duros en cualquier lugar del mundo, en nuestra maravillosa zona aún lo son más.
Pero ahora, tras una tregua de muchos meses de actividad por parte del restaurante, fui a cenar y el resultado, sin alcanzar a la primera experiencia (algo que por otra parte sólo se conseguiría pegando a los comensales), fue desastroso. La atención a la llegada fue muy buena, éramos un grupo de ocho personas y enseguida nos acomodaron una mesa de seis para que nos sintiéramos realmente unidos, pero en verdad no habían muchas más opciones por lo que aceptamos de buen grado y con una sonrisa. A los pocos minutos de nuestra llegada, un camarero muy amable nos trajo las cartas y, pasados unos minutos, las bebidas. Hasta ahí todo perfecto en lo que uno pueda esperar al llegar a un restaurante.
Unos cuantos minutos después, sesenta y cinco concretamente, nos sirvieron la cena.
Nos vino muy bien porque tuvimos una hora larga para hablar de nuestras cosas, reírnos, saludar a viejos conocidos que entraban o salían del restaurante, conocer mejor a unos primos lejanos que habían venido a visitarnos, ahondar en los recuerdos, hacer balance del año, valorar si nos levantábamos y nos marchábamos, o no, empezar a cabrearnos seriamente por la espera, ver como uno de los comensales, un niño de siete años, se quedara totalmente dormido sobre la mesa,…, en fin, lo habitual en una cena en familia.
No sé cuánto costó la broma, la verdad, porque no pagué yo, pero por poco que fuera no tuvo que salir barata pues no habían platos de menos de diez o doce dólares, impuestos aparte. Y si bien he de reconocer que la calidad había mejorado en comparación a la primera vez, los platos (muy bien presentados) eran más bien flojitos. Mi padre, por ejemplo, pidió pulpo a la plancha y le sirvieron tres tiritas de pulpo fritas de unos diez centímetros de largo. Yo comí ravioli y no me gustaron, además todos los platos los sirvieron fríos. No nos atrevimos a pedir postre porque al día siguiente teníamos que trabajar y apenas eran las once de la noche.
Es una lástima, la verdad, porque cuando uno va a ese restaurante enseguida percibe el enorme esfuerzo que se ha hecho para que quede bien, para que sea bonito, para que el comensal se sienta cómodo, y en lugar de marcharte de allí con una sonrisa de satisfacción, te vas víctima de una tristeza abismal al ver que ese esfuerzo se pierde por el mal servicio recibido, y que todas las expectativas creadas acaban transformándose en una sensación de estafa y de monumental cabreo.